sábado, 22 de mayo de 2010

EL SOLICITANTE



Abriéndose paso entre la capa de nieve que había caído la noche anterior, que le llegaba hasta las espinillas, y estimulado por la alegría de su hermana pequeña que lo seguía por el camino que él iba abriendo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, un muchacho pequeño y robusto, chocó uno de sus pies con algo que no resultaba visible bajo la superficie de la nieve. El propósito de esta narración es explicar cómo llegó hasta allí.

Nadie que hubiera tenido la suerte de pasar por Grayville durante el día podía dejar de observar el gran edificio de piedra que coronaba la colina baja situada al norte de la estación del ferrocarril: es decir, hacia la derecha si uno se dirigía a Great Mowbray. Es un edificio de aspecto algo insípido, del estilo "comatoso temprano", que parecía haber sido construido por un arquitecto que huía de la publicidad, y aunque no pudo ocultar su obra -en este caso incluso se vio obligado a mostrarla, por tener que situarla a la vista de los hombres, sobre un promontorio-, hizo honestamente todo lo que pudo para asegurarse de que nadie le echara una segunda mirada. Por lo que concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar de Hombres Ancianos Abersush es incuestionablemente poco hospitalario por lo que se refiere a la atención humana.

Pero es un edificio de gran magnitud que costó a su benevolente fundador los beneficios de muchas cargas de té, sedas y especias que traían sus barcos desde los bajos fondos cuando se dedicaba al comercio en Boston; aunque los gastos principales fueron los de dotar el edificio de todo lo necesario. En resumidas cuentas, esta imprudente persona había robado a sus herederos una suma no inferior al medio millón de dólares, de los que se deshizo con donaciones desenfrenadas. Con la idea, posiblemente, de desaparecer de la vista de los testigos silenciosos de su extravagancia, poco después dispuso de todas las propiedades que le quedaban en Grayville, dio la espalda al escenario de su prodigalidad y cruzó el mar en uno de sus barcos. Las murmuraciones, que parecen obtener directamente del cielo su inspiración, afirmaban que fue en busca de una esposa: teoría que no era fácil de reconciliar con la del humorista del pueblo, quien aseguraba solemnemente que el filantrópico soltero había abandonado esta vida (es decir, se había ido de Grayville) porque las doncellas casaderas se lo estaban poniendo demasiado difícil. Pero, aunque así hubiera podido ser, no había regresado, y aunque de vez en cuando llegaban hasta Grayville, de forma poco metódica, vagos rumores acerca de sus recorridos por tierras extrañas, nadie llegó a saber nada con certeza acerca de él, por lo que para la nueva generación llegó a ser nada más que un nombre. Pero sobre la puerta del Hogar de Ancianos, la piedra gritaba ese nombre.

A pesar de lo poco prometedor del exterior, el Hogar es un lugar bastante cómodo para retirarse de todos los males que habían sufrido sus internos por ser pobres, viejos y hombres. En la época a la que se refiere esta breve crónica, debían ser una veintena, pero por su acritud, ingratitud general y nivel de quejas podría parecer que llegaban casi a cien; ése era al menos el cálculo del superintendente, el señor Silas Tilbody. El señor Tilbody tenía la convicción firme de que siempre que los fideicomisarios o administradores admitían a ancianos nuevos, para sustituir a los que se habían ido a otro y mejor Hogar, lo hacían claramente con la voluntad de interrumpir su paz y poner a prueba su paciencia. En verdad, cuanto más se iba relacionando con la institución, más poderoso era su sentimiento de que el benevolente plan del fundador se veía tristemente perjudicado por el hecho de tener que admitir internos. No tenía demasiada imaginación, pero con la que poseía acostumbraba a reconstruir el Hogar para Hombres Ancianos en una especie de "castillo en el aire", con él mismo como castellano, dedicado a mantener hospitalariamente a una veintena de aseados y prósperos caballeros de mediana edad, de muy buen humor y con la voluntad de pagar cortésmente por la comida y el alojamiento. En esta revisión del proyecto filantrópico, felizmente no existían los fideicomisarios, a quienes les debía su trabajo y ante los que era responsable de su conducta. Por lo que se refiere a los fideicomisarios, el humorista del pueblo antes mencionado sostenía que, en su gestión de la gran obra caritativa, la providencia les había proporcionado solícitamente incentivos para su prosperidad. Nada sabemos de las deducciones que esperaba el humorista se extrajeran de dicha opinión; los internos, que desde luego eran los más implicados, ni la apoyaban ni la negaban. Vivían sus escasos restos de vida, se deslizaban a unas tumbas ordenadamente numeradas y eran sucedidos por otros ancianos que se asemejaban a ellos todo lo que podría haber deseado el Adversario de la Paz. Si el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de haber sido manirrotos, los veteranos pecadores buscaban justicia con una persistencia que era testigo de la sinceridad de su arrepentimiento. Hacia uno de ellos invito ahora al lector a que preste su atención.

Por lo que se refiere al atuendo, dicha persona no resultaba excesivamente atractiva. Pues dada la estación, mediados de invierno, hasta un observador descuidado habría visto en él una estratagema astuta de aquel que no está dispuesto a compartir los frutos de su trabajo con los cuervos que ni trabajan ni hilan; un error que no habría podido disiparse sin una observación más prolongada y atenta; pues su avance por la calle Abersush, hacia el Hogar, en la oscuridad de una tarde invernal, no resultaba más veloz del que podría haberse esperado de un espantapájaros bendecido con la juventud, la salud y el descontento. Aquel hombre iba claramente mal vestido, aunque no careciera de cierta salud ni de buen gusto; pues resultaba evidente que era un solicitante que trataba de ser admitido en el Hogar, donde la pobreza era una cualificación. En el ejército de los indigentes, el uniforme son los harapos, que sirven a los oficiales reclutantes para distinguir a sus soldados.

Cuando el anciano cruzó la puerta de la finca y empezó a ascender arrastrando los pies por el ancho camino, blanqueado ya por la nieve que caía rápidamente y que él, de vez en cuando, se sacudía de diversos rincones de su cuerpo, se colocó bajo la inspección de un farol grande y redondo que estaba encendido la noche entera encima de la puerta principal del edificio. Como si no deseara someterse a sus reveladores rayos luminosos, giró hacia la izquierda, recorrió una considerable distancia a lo largo de la fachada principal del edificio, llamó en una puerta más pequeña de cuyo interior salía una luz más tenue a través de un montante en forma de abanico, y que por tanto se extendía, poco favorable a la curiosidad, hacia arriba. El personaje que abrió la puerta no fue otro que el propio e importante señor Tilbody. Al observar al visitante, quien de inmediato se destocó y redujo algo el radio de la curvatura permanente de su espalda, el hombre importante no dio señal visible ni de sorpresa ni de incomodidad. El señor Tilbody se encontraba en un estado poco común de buen humor, fenómeno que sin duda podía achacarse a la alegre influencia del momento, pues era la víspera de Navidad y el siguiente día sería esa bendita trescientas setenta y cincoava parte del año que todas las almas cristianas destinan a sus mejores hazañas de bondad y de alegría. Tan repleto estaba el señor Tilbody del espíritu del momento que su rostro grueso y sus ojos de color azul claro -cuyo fuego inexistente permitía distinguirlo de una calabaza que se hubiera dado fuera de temporada- difundían un brillo tan afable que era una pena que no pudiera mantener solazándose en la conciencia de su propia identidad. Iba preparado con sombrero, botas, abrigo y paraguas, tal como correspondía a una persona a punto de exponerse a la noche y la tormenta en una misión de caridad; pues el señor Tilbody acababa de despedirse de su esposa y de sus hijos para ir "al centro" a comprar los elementos con los que confirmar la falsedad anual acerca de ese santo de vientre hinchado que frecuenta las chimeneas para recompensar a las niñas y niños pequeños que son buenos y sobre todo fieles. Ésa es la razón de que no invitara al anciano a entrar, sino que le saludara alegremente con estas palabras:

-¡Hola! Viene justo a tiempo. Un momento más tarde y no me habría encontrado. Vamos, no tengo tiempo que perder; haremos juntos una parte del camino.

-Se lo agradezco -contestó el anciano, sobre cuyo rostro delgado y blanco, pero no innoble, la luz de la puerta abierta dejaba al descubierto una expresión que era, quizás, de decepción-. Pero si los fideicomisarios... si mi solicitud...

-Los fideicomisarios han aceptado que su solicitud no les es aceptable -contestó el señor Tilbody cerrando así dos puertas, con lo que eliminaba dos tipos de luz.

Hay algunos sentimientos que no resultan apropiados para la Navidad, pero el humor tiene para sí, lo mismo que la muerte, todas las estaciones.

-¡Ay, Dios mío! -gritó el anciano en un tono tan ronco y tenue que la invocación resultó cualquier cosa menos impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le pareció ciertamente algo ridícula. Al Otro... Pero éste es un asunto que los profanos no tenemos suficiente luz para exponer.

-Sí -prosiguió el señor Tilbody acomodando su paso al del compañero, que mecánicamente, pero no con demasiado éxito, recorría a la inversa el camino que él mismo había abierto en la nieve-. Han decidido que dadas las circunstancias, las circunstancias muy peculiares, usted me entenderá, no sería adecuado admitirle. Como superintendente y secretario ex officio de la honorable junta -tal como el señor Tilbody "pronunciaba claramente su título", la magnitud del gran edificio, visto tras el velo que formaba la nieve al caer, parecía sufrir algo con la comparación-, es mi deber informarle que, con las palabras mismas del presidente, el diácono Byram, su presencia en el Hogar resultaría, repito que dadas las circunstancias, peculiarmente embarazosa. Consideré que era mi deber someter a la honorable junta la expresión que me hizo usted ayer de sus necesidades, su condición física y las pruebas que la Providencia ha tenido a bien enviarle, y hasta el esfuerzo de presentar personalmente su petición; pero tras una consideración cuidadosa, y me atrevería a decir suplicatoria, de su caso -y confío que también algo de esa gran capacidad para la caridad que es apropiada a esta estación-, se decidió que no estaría justificado hacer nada que probablemente dañaría la utilidad de la institución que se ha confiado (por la Providencia) a nuestro cuidado.

Mientras hablaban, habían salido ya de los terrenos del Hogar; el farol situado frente a la puerta resultaba apenas visible por causa de la nieve. Se había borrado ya el rastro anterior del anciano y éste parecía inseguro con respecto a qué camino debería seguir. El señor Tilbody se había adelantado un poco, pero se detuvo y se dio la vuelta hacia él, pues no parecía deseoso de perder aquella oportunidad.

-Dadas las circunstancias, la decisión...

Pero el anciano resultaba inaccesible a la capacidad persuasiva de su verbosidad; había cruzado la calle hacia un solar vacío y seguía avanzando en una progresión bastante sinuosa hacia ningún lugar en particular; lo cual, puesto que no tenía ningún lugar en particular al que acudir, no era un procedimiento tan irrazonable como podría parecer.

Y así es como sucedió que a la mañana siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville sonaban con la unción adicional que era apropiada al día, el robusto y pequeño hijo del diácono Byram, abriéndose un camino por la nieve hasta el lugar de veneración, golpeó uno de sus pies contra el cuerpo del filántropo Amasa Abersush.


BIERCE, Ambrose. El solicitante. Cuento.

jueves, 20 de mayo de 2010

SÍMBOLO - Ileana Schnitzler -

Movió la hoja del periódico formando un ángulo más cerrado pero aceptable a quien lo viese, pensarían que estaba leyendo. Ladeó un poco la cabeza evitando los reflejos sobre los ojos, y allí sí, se aseguró de estar en la posición justa y se dedicó a observarla. No tendría más que veinte años, y esa piel tan blanca, porcelana bajo la luz que caía directamente sobre su cabeza. Desde su asiento penumbroso la veía balancearse al ritmo alternado de aceleración y freno, aferrada al pasamanos mientras sostenía con la izquierda un libro de tapas vetustas, original de biblioteca de barrio, pensó. En una de las tantas paradas ella alzó la vista fastidiada por el pasajero que la empujó en su apuro de alcanzar la puerta y en otra, para dar cabida a la mujer obesa que le ganó el asiento; a esas horas el subte se deslizaba siempre abarrotado. Pero no volvió a inmutarse. Y él sabía que ella era la elegida, se sentía anudado a esa boca que fruncía en un tic nervioso y a ese cuello blanco, suave, esbelto. Deseaba que apartara un poco el libro para descubrir el escote pero ella lo mantenía firme y alto, concentrada en su lectura. Espiando desde la rendija que dejaban las siluetas de su entorno la escudriñaba centímetro a centímetro, el pelo sujeto y renegrido igual que sus ojos, las manos de uñas pulidas, alargadas y sin barniz, sencillas como su vestir. Toda ella emanaba un aire de inocencia y sensualidad natural, desde el ondear de la pollera cuando separó las piernas para afirmar el equilibrio hasta la forma como humedecía de tanto en tanto el labio inferior en un gesto inconsciente. Desde que la vio subir lo supo. No iba perderla de vista. El vaivén del vagón hundía en ensoñaciones. El viejo esqueleto de madera y metal parecía descascararse, las ventanillas trepidaban monótonas y podía verse más de un cabeceo culminando la fatiga del día. Pero a él, contrariamente, la energía le trepaba por el cuerpo, tensaba sus nervios, potenciaba su atención. El viaje por el túnel oscuro le devolvía juventud e impulso. Al tomar la curva chirriaron las ruedas anunciando la etapa final. Los que estaban sentados comenzaron a incorporarse y ella se aprestó dándole la espalda mientras guardaba el libro en su bolso. Él tenía la paciencia de esperar, fruto de larguísima experiencia. Plegó el diario que abandonó sobre el asiento como al descuido, sacó del bolsillo del saco sus anteojos ahumados y los calzó con parsimonia. Fue uno de los últimos en salir, su mirada firme en el objetivo. Cuando ella tomó la escalera de la derecha él no pudo menos que sonreírse. El pasillo desembocaba en la calle arbolada, lo suficientemente oscura a esa hora crepuscular. Aceleró el andar y se ubicó tras ella, ritmó su paso con el suyo. Tras cruzar la calle, los árboles pusieron marco al taconeo despacioso. Se mantuvo cercano gozando del movimiento de su cabeza, admirando la nuca que la hebilla del pelo despojaba. Qué linda que era, se sintió atraído más que en muchos años. Ya llegaban a un recodo más sombrío cuando él, flexible como látigo en el aire, acorraló la cintura con un brazo, una mano taponando la boca y todo el envión empujando hacia el zaguán que se abría como una garganta de paredes terrosas. Los dedos, sabios, presionaron la arteria justa en el trayecto de ese cuello delicado y frágil, las aspas de los brazos cayeron inertes y recibió el peso del cuerpo con creciente regocijo. Palpó serenamente el lugar exacto donde hundir la boca, ese rincón donde el desmayo no impedía el subir y bajar del latido, el límite bajo la oreja suave y despojada, la fuente donde saciar el ansia. Y entonces lo vio. Primero, el relámpago del faro indiscreto e inocente del auto que pasaba, al instante, el brillo refulgente del crucifijo sobre el escote. Ahogando el grito de rabia, se precipitó en el túnel de la arboleda y desapareció tragado por la noche inaugurada.

SCHNITZLER, Ileana. Símbolo. Cuento.

sábado, 15 de mayo de 2010

EL CARAMELO INSTRUCTIVO



En el planeta Bih no hay libros. La ciencia se vende y se consume en botellas.

La historia es un líquido colorado como una granada; la geografía, un líquido color verde menta; la gramática es incolora y sabe a agua mineral. No hay escuelas; se estudia en casa. Los niños, según la edad, han de tomarse cada mañana un vaso de historia, algunas cucharadas de aritmética, etcétera.

¿Vais a creerlo? Son caprichosos igualmente.

-Vamos, sé bueno -dice mamá-; no sabes lo rica que está la zoología. Es dulce, dulcísima. Pregúntaselo a Carolina - que es el robot electrónico de servicio.

Carolina se ofrece generosamente para probar antes el contenido de la botella. Se echa un poquitín en el vaso, se lo toma y lo paladea: ¡Huy!, ya lo creo que está rica - Exclama.

E inmediatamente comienza a recitar la lección de zoología:

-"La vaca es un cuadrúpedo rumiante que se alimenta de hierba y nos proporciona el chocolate con leche".

-¿Has visto? - pregunta mamá, triunfante.

El pequeño colegial se queja. Todavía sospecha que no se trate de zoología, sino de aceite de hígado de bacalao. Luego se resigna, cierra los ojos y engulle su lección de un solo trago. Aplausos.

Naturalmente también hay, como es lógico, algunos colegiales diligentes y estudiosos: es más, golosos. Se levantan por la noche para tomarse a escondidas la historia-granada y se beben hasta la última gota del vaso. Se vuelven muy sabios.

Para los niños de los parvularios hay caramelos instructivos: tienen sabor de fresa, de piña, de cereza, y contienen algunas poesías fáciles de recordar, los nombres de los días de la semana y la numeración hasta diez.

Un amigo mío cosmonauta me ha traído uno de estos caramelos como recuerdo. Se lo he dado a mi pequeña e inmediatamente ha empezado a recitar una poesía cómica en el idioma del planeta Bih, que decía más o menos:

anta anta pero pero
penta pinta pim peró,
y yo no me he enterado de nada.



RODARI, Gianni. El caramelo instructivo.

sábado, 8 de mayo de 2010

AMOR DE ROSA


Amarte con una rosa de testigo.
amarte con el silencio de las palabras, un beso.

Amarte con la mirada perdida en tu cuerpo,
la figura llena de vida en el amanecer.

Amarte como la flor encendida en el jardín,
llena admiración y fragancia al atardecer.

Amarte al caminar en la montaña,
sintiendo los rayos penetrantes de tu amor.

Amarte con el despertar de una sonrisa
silenciosa al dar sentido a la existencia.

Amarte con la angustia de tu existir,
la razón enciende el sendero en el caverna.

Amarte con delirio y frenesí,
amarte en la búsqueda del sentido existencial.


Por Luis I. Rodríguez

sábado, 1 de mayo de 2010

OSCURIDAD



Eres un tesoro encantador,
la ilusión fortalecida del caminante.
¿Cómo encontrar sentido a la existencia?
Soy un águila en la montaña negra.
La montaña me abraza y el viento sonríe.
¡El pensamiento se oculta en la caverna!
¡La oscuridad invade la profundidad!

Las sombras parecen tener sentido,
las imágenes proyectadas son los fantasmas
de un mundo sin sentido e inhumano:
tú sonríes al ver la sombra.
¡La oscuridad invade la alegría de tu sonrisa!

El hombre fantasea con su realidad,
lo superficial invade la estructura del pensamiento:
las tinieblas absorben la mirada penetrante
que nutre las raíces de la vida humana.
¡La oscuridad invade la existencia!

La noche esconde su belleza interna,
el viento trae la fuerza del aroma
de una rosa que en raudos torbellinos
llena de pasión el dulzor del trino
del alcaraván encantado en la llanura.
¡La oscuridad muestra su misterio!


Por Luis I. Rodríguez