sábado, 27 de febrero de 2010

UNA BROMA DEL MAESTRO - cuento de la India -


Había en un pueblo de la India un hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona notable a la vez que extravagante. La verdad es que ese hombre les llamaba la atención al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le pidieron que les predicase. El hombre, que siempre estaba en disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar. El día señalado para la prédica, no obstante, tuvo la intuición de que la actitud de los asistentes no era sincera y de que debían recibir una lección. Llegó el momento de la charla y todos los aldeanos se dispusieron a escuchar al hombre santo confiados en pasar un buen rato a su costa. El maestro se presentó ante ellos. Tras una breve pausa de silencio, preguntó:

-Amigos, ¿sabéis de qué voy a hablaros?

-No - contestaron.

-En ese caso - dijo -, no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a hablarles, no les dirigiré la palabra.

Los asistentes, desorientados, se fueron a sus casas. Se reunieron al día siguiente y decidieron reclamar nuevamente las palabras del santo.

El hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:

-¿Sabéis de qué voy a hablaros?

-Sí, lo sabemos -repusieron los aldeanos.

-Siendo así - dijo el santo -, no tengo nada que deciros, porque ya lo sabéis. Que paséis una buena noche, amigos.

Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación.

No se dieron por vencidos, desde luego, y convocaron de nuevo al hombre santo. El santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después, preguntó:

-¿Sabéis, amigos, de qué voy a hablaros?

No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:

-Algunos lo sabemos y otros no.

Y el hombre santo dijo:

-En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben.

Dicho esto, el hombre santo se marchó de nuevo al bosque.

* "El Maestro dice: Sin actitud, pero con firmeza, el ser humano debe velar por sí mismo".

Anónimo. Cuento de la India

jueves, 18 de febrero de 2010

LA LARVA - cuento -

Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:

- No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.

En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincia, cerraban todos los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.

Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado apenas por los faroles de petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes.

Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas con la guitarra, las ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía sonar bajo las ventanas de la dama de sus deseos.

Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?

La tía abuela que cuidó de mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche habría una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela - entre ellas un cura y dos licenciados - que llegaban a conversar de política o a jugar al tute o al tresillo, y una vez rezadas las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco, pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegué pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora... Entro en tantos detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otra. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces... He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia... Y en la prisión de mi casa, de donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas... Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.

¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventura anhelada.

Los de la serenata se alejaban.

La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que no quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesosa y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella "cosa", haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:

- ¡Kggggg!...

Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.

Cuando llegaron algunos de la serenata, la "cosa" había desaparecido.

Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.


RUBÉN DARÍO. La Larva. Cuento.

miércoles, 10 de febrero de 2010

LA PRINCESA DE FUEGO


Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez.

El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y éste se explicó diciendo:

- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.

El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.

Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".

Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días.

SACRISTÁN, Pedro Pablo. La princesa de fuego. Cuento.

sábado, 6 de febrero de 2010

BELLEZA REFLEJADA



La belleza se irradia desde dentro.

La sonrisa refleja el rostro del amor,
la mirada proyecta el sentido existencial
del ser escondido en profundo silencio.

Existes con tu belleza diamantina,
tus huellas son el silencio al caminar.
Una sombra recorre el sendero solitario,
espejo reflejado de nuestro ser.

Las huellas penetran en la arena
las dolencias del cuerpo angelical.
Una brisa canta al oído una canción de cuna,
la arena resiste las pisadas del anacoreta.

Siento el aire que respiro como rayos de luz,
el sol calcina la piel del impotente pensador,
un pensamiento deviene en fuego abrazador
como olas gigantescas tocando mi ser.

La belleza es un río de sueños indomables,
un misterio escondido se teje en la red de la vida.
El río en torrente solitario abre surcos arrastrando piedras,
urdiendo senderos para llegar al fondo de mi ser.

¡Oh belleza desnuda! ¡Oh belleza angelical!¡Oh encanto de amor!
Una luz teje sus rayos misteriosos en el abismo existencial.
Tus brazos desnudos yacen dormidos y fríos en armonía,
una barca imaginaria se desliza en secreto al amanecer.

¿Es tu belleza un amor de fantasía?
¿Es el alma una tea en la caverna?
La barca llega en silencio con mi ser,
el hombre indaga con la mirada, la luz reflejada…

Por Luis I. Rodríguez

martes, 2 de febrero de 2010

CANCIÓN EN LA ALEGRÍA


¡Oh juventud… y el corazón… y Ella,
música en el silencio del palmar!
Brilla en mi cielo temblorosa estrella,
y el corazón, la juventud y Ella
me infunden vago anhelo de cantar.

Junio en sus brazos cálidos madura
de mayo floreal la herencia opima;
y la onda musical de la luz pura
truécase en polvo de oro de la rima.

¡Oh juventud… y el corazón… y Ella
trémula en el cordaje del laúd:
Ella florida, Ella enardecida,
Ella, todo el aroma de la vida
en la miel de la dulce juventud!

Aún siento impulso de cantar. El viento
riega efluvios de Dios por la pradera,
todo primor de nácar y de trino
en la infantilidad de la mañana

-¿Qué es poesía?
- El pensamiento divino
hecho melodía humana…


PORFIRIO BARBA JACOB. Poema Canción en la alegría.