domingo, 18 de enero de 2009

LA ISLA DESIERTA - José Saramago -


Por haberme mostrado demasiado exigente con el comandante del barco que me llevaba, fui desembarcado en una isla desierta. Me dieron alimentos para unos quince días o quince años (nunca llegué a saberlo con certeza), armas y municiones (incluyendo bombas atómicas), y de lo que el barco llevaba permitieron que me llevase un disco y un libro. Elegí Don Quijote y Orfeo. Será conveniente que explique por qué. Iba a vivir allí yo solo y en paz, si me era posible. Iba a tener mucho trabajo y pocas distracciones. En consecuencia, no había libro mejor que el Don Quijote, que hacía reír y tiene una Dulcinea inexistente, y el Orfeo, que hace llorar y que tiene una Eurídice muerta. Con esta deliberada ausencia poblaría yo mis noches interminables.
Viví de esta manera en la isla desierta. No sé cuánto tiempo, pero fue más de quince días y menos de quince años. No llegué a recorrer toda la isla, pero sé que estaba desierta porque, si no lo estuviese, no me habrían desembarcado allá. Perdí el habla por el hábito de no hablar, y le di así un poco de silencio al mundo. Aparte del canto de los pájaros y del rugido de un animal feroz (nunca lo vi, pero, por el rugido, sin duda es feroz), no se oía en la isla otra cosa, fuera de las llamadas desesperadas de Orfeo y de las carcajadas de Sancho Panza. Don Quijote, él sí, paseaba todas las mañanas por la playa que olía a algas y a sal, cada vez más flaco, montado en los huesos de Rocinante. Se subía por las noches a unas peñas y se ponía a contar las estrellas. Sostenía en el brazo izquierdo el yelmo de Manubrino, vuelto de lado, y daba así allí abrigo a una avecilla que se había habituado a dormir allí. Con la lanza en la derecha, Don Quijote velaba el sueño del pajarillo. De vez en cuando, lanzaba un suspiro. No llegué a preguntarle las razones de sus suspiros porque mientras tanto había llegado yo al final del libro.
Vivíamos los cuatro en paz y compañía en la isla desierta. Un día llegó a la playa un cajón grande. Mientras lo abría, se reunieron a mi alrededor mis compañeros. No estuvieron allí mucho tiempo: vieron en seguida que allí no venían ni Eurídice, ni Dulcinea, ni un barril de vino. Se fue cada uno por su lado mientras yo me devanaba los sesos por saber qué sería aquello. Tenía luces que se encendían y apagaban, y parecía respirar. Fue más tarde, cuando empezó a modificarse la vida en la isla, cuando descubrí que se trataba de un ordenador, cerebro electrónico o algo semejante. Lo sabía todo; yo no, claro, hablo de la máquina. Siempre era una compañía. Lo peor fue que nuestra hermosa anarquía se acabó. Orfeo sólo podía llorar a ciertas horas, el pajarillo de Don Quijote fue acusado de transmitir la psitacosis (y no era un loro, lo juro), y Sancho Panza tuvo que dejar de lado los refranes y aprender inglés. En cierto modo, con esta y otras modificaciones salimos ganando, pero quedó en todos nosotros una inquietud que era casi una enfermedad y que la computadora no sabía curar. Fue esa, si no recuerdo mal, su única demostración de ignorancia.
Me cuesta decir lo que hizo conmigo la computadora. Me demostró que estaba equivocado en todo lo que había sido mi razón de ser y de existir. Me demostró que el capitán del barco había tenido motivos sobrados para echarme y que la isla desierta no era tal, porque ella, la computadora, estaba allí. Que el hombre (el hombre en general, y no yo en particular) es sólo un ser ridículo cuando (o sobre todo cuando) llora, sufre, ríe o sueña.
De manera que me morí. El ordenador sigue allá. Pero tengo grandes esperanzas. Si Dulcinea gana cuerpo y Eurídice resucita, este mundo aún será capaz de resultar habitable.

SARAMAGO, José. En El equipaje del viajero.

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