lunes, 5 de enero de 2009

LA METAMORFOSIS - Cuento

LA METAMORFOSIS[1]


Autor: JAIRO ANÍBAL NIÑO



Isidro Galavís, dueño de muchas tierras y de muchos indios, jinete en un caballo blanco que se llamaba Espuma, dio la orden de acampar.

Los indios y las mulas vieron que la luna llena aparecía como una ventana del cielo desde la cual los habitantes de las alturas contemplaban el bosque de cedros de clavel.

La carga que llevaban en sus lomos las bestias y los indios, fue colocada en las inmendiaciones de un tamarindo de mico.

Isidro Galavís se acercó al indio Sebastián Aroca y exclamó:

-Déle de beber a mi caballo y encárguese de que no le falte nada.

El indio tomó el animal de la brida y se fue tras un murmullo de agua que se perdía en la oscuridad.

El caballo avanzaba con el aspecto de un trapo blanco que hacía tremolar el viento. De pronto, desde la penumbra, saltó un frío resplandor. El caballo se levantó sobre sus cuartos traseros y sus manos se estremecieron por el espanto. Cayó blandamente sobre la hojarasca. Sus belfos se cubrieron con un granizo azul y sus ojos lentamente se borraron de la cara.

El indio gritó el nombre de Isidro Galavís. El potentado pronto estuvo a su lado.

-Se murió el caballo –musitó Aroca.

-¿Qué dice? –exclamó Galavís.

-Se lo llevó una víbora –dijo el indio.

Isidro Galavís dejó caer el látigo sobre las carnes de Aroca. El fuete producía un sonido cortante, como si una canción maligna se desatara una y otra vez desde una boca de hielo. Cuando se le cansó la mano, Galavís, acezante, dijo:

-Indio bruto. Usted mató a mi caballo.

-No fui yo, señor. Fue la serpiente –dijo Aroca.

-Cállese. Usted es una bestia –gritó Isidro Galavís.

Las nubes grises borraron la luna del cielo. Entre los cedros clavel estalló entonces un rebaño de candelillas.

-De ahora en adelante, usted será mi caballo –gritó Isidro Galavís.

Primero llegó el canto de los pájaros, luego su vuelo y después el cielo rosado del amanecer. Más tarde, las mulas y los indios pujaban agobiados por la carga. La silla del caballo Espuma fue acomodada en las espaldas de Sebastián Aroca. Isidro Galavís montó sobre el hombre y abrió la marcha. Al mediodía hicieron un alto para consumir la magra ración de carne seca y panela.

Un joven de nombre Tocuaví se acercó a Sebastián y le ofreció una porción de tasajo. Isidro Galavís de un manotazó tiró al suelo el alimento y exclamó:

-¿Qué está haciendo? ¿No sabe que éste es mi caballo y que los caballos no comen carne?

El potentado ató una soga al cuello de Sebastián y lo condujo a un lugar cubierto por el pasto.

-Coma, ese es su alimento -dijo Galavís.

El indio permaneció inmóvil. Galavís desenfundó su sable. El arma brilló con tal intensidad que parecía un chillido.

-He dicho que usted es mi caballo –exclamó Galavís-. Por eso lo he traído a este lugar en el que crece la hierba fresca. Ese es su alimento. No se podrá quejar, ésta es una buena comida para bestias de carga y silla. Le ordeno que coma.

El indio se agachó y muy despacio empezó a arrancar el pasto con los dientes.

El viaje se estiraba entre el tiempo y la ascensión a las lejanas montañas. Sebastián Aroca sin dejar de llevar sobre los lomos a Isidro Galavís, comenzó a cambiar. Primero se traansformaron sus ojos. Parecía que se habían agrandado. Luego su cara se alargó, como si buscara el perfil del caballo. Una mañana relinchó. El joven Tocuaví, al escucharlo, se cubrió la cara con las manos para ocultar el llanto.

Con el paso de los días, el indio Aroca continuó trotando en su transformación. Avanzaba como un buen animal de paso, comía a gusto de la hierba y relinchaba con frecuencia. Cuando llegaron a lo alto del páramo Sebastián Aroca era un caballo perfecto. En el momento en el que cruzaban un bosque de frailejones, Isidro Galavís –jinete de Sebastián Aroca- le haló la rienda para obligarlo a pasar por la pedregosa ribera de un río congelado. Aroca se negó. Galavís le dio de latigazos. Aroca se inmovilizó. Galavís le hundió las espuelas en los costados. Aroca se encabritó, tiró a su jinete y lo destrozó a coces. Mientras Isidro Galavís se convertía en un yerto despojo, Sebastián Aroca, poco a poco, recuperaba su presencia de hombre.


[1] Del texto "Historia y Nomeolvides". La Metamorfosis.

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