miércoles, 11 de febrero de 2009

ILUSIÓN Y MISMIDAD - Marías Julián -


Si hablásemos de ilusión por uno mismo, parecería que nos aproximábamos peligrosamente a alguna forma de narcisismo. Pero sería más bien porque probablemente se deslizaría una idea deficiente e inadecuada de lo que quiere decir "sí mismo" o, con una palabra mejor, mismidad.

Recuérdese el mandato evangélico: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Se da por supuesto que cada uno se ama a sí mismo. En su tremendo análisis de la envidia, Abel Sánchez, Unamuno hace decir a su personaje Joaquín Monegro: "¡Señor, Señor! ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?" La falta de amor a sí mismo sería la raíz de la envidia, del odio, porque Joaquín llega a pensar que vive en una tierra en que el precepto parece ser: "Odia a tu prójimo como a ti mismo".

Creo que hay que tomar en serio la condición amorosa del hombre, de la vida humana como tal. Insistí en la necesidad, la menesterosidad que la caracteriza, y en la condición personal de ella. Pues bien, esa necesidad se extiende a la propia mismidad, ya que el hombre no está "dado", y por tanto no es poseído. Ni se trata de una sustancia "suficiente", sino de una realidad proyectiva y dramática. El carácter futurizo del hombre hace que su realidad se le presente como programa; no es solamente que tenga que anticipar las cosas por venir, que anticipe el futuro, como suele decirse: es que se anticipa a sí mismo. Si se piensa que el "yo" pasado no es ya propiamente yo, sino sólo circunstancia, algo con que me encuentro para hacer mi vida, se ve que la mismidad no es nada ya hecho y que esté ahí, y en lo cual quepa una complacencia narcisista, sino el proyecto radical que constituye a cada uno, en el cual verdaderamente consiste.

Hemos visto con claridad que la ilusión corresponde sobre todo a los proyectos, o a aquellos contenidos que se asocian al proyecto de tal manera que se convierten en ingredientes del yo proyectivo. Y esto permite entender que la ilusión afecte a la mismidad en este sentido riguroso. En definitiva, tener ilusión por uno mismo quiere decir vivir ilusionadamente. La ilusión es el carácter de ese vivir, y se da cuando convergen dos dimensiones necesarias: el amor efusivo a la realidad y la autenticidad del proyecto. La complacencia en lo real -mejor dicho aún, el amor de complacencia- no significa forzosamente que el hombre esté satisfecho de lo que es; más bien lo excluye; la ilusión se refiere a lo que pretende ser, más exactamente a quien pretende ser y siente que tiene que ser, aunque tenga graves dudas de llegar a serlo o incluso esté persuadido de que no llegará nunca. Lo decisivo es que en eso, acaso inaccesible, está su mismidad.

Es la situación inversa de aquella en que el hombre se identifica con sus "posesiones" en sentido lato, desde las dotes personales hasta la figura social o la riqueza. La admirable expresión española "estar metalizado" muestra con estupenda concisión de qué se trata: la identificación del hombre con su dinero, con su riqueza, de modo que su realidad consiste en ella. Las formas de vida caracterizadas por este tipo de actitudes son las que excluyen la ilusión por sí mismo y hacen sumamente improbable cualquier otra forma de ilusión. Porque la avidez de riqueza, títulos, poder, fama o lo que sea "cosifica" esas cosas, les da carácter de efectivas o posibles posesiones, y en esa medida las despersonaliza y las separa del yo proyectivo, autor de la posibilidad de ilusión.

MARÍAS, Julián. En Breve tratado de la ilusión.

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